"Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto, sino un hábito." — Aristóteles
"Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto, sino un hábito." — Aristóteles
Aristóteles (384-322 a.C.) fue uno de los filósofos más influyentes de la antigua Grecia, discípulo de Platón y maestro de Alejandro Magno. Su pensamiento abarcó prácticamente todas las áreas del conocimiento humano: ética, política, lógica, biología, metafísica, física y poesía. A diferencia de Platón, Aristóteles se centró más en la observación empírica y el análisis lógico de la realidad. Fundó su propia escuela filosófica, el Liceo, en Atenas, y sus enseñanzas fueron transmitidas a través de una gran cantidad de escritos.
Aristóteles vivió en un período de grandes transformaciones políticas y culturales en Grecia, donde la democracia ateniense estaba en auge, pero también en declive. Las ideas filosóficas de Aristóteles se desarrollaron en un contexto donde la ética práctica y el bienestar del individuo en la sociedad eran temas cruciales. La obra de Aristóteles buscaba proporcionar respuestas pragmáticas sobre cómo vivir una vida virtuosa y ordenada.
El tipo de pensamiento de Aristóteles, adoptó un enfoque realista y empírico hacia la filosofía. En lugar de centrarse exclusivamente en las ideas abstractas como lo hacía Platón, Aristóteles se preocupó por el mundo tangible y observable. En ética, por ejemplo, su idea de la "virtud como el justo medio" busca equilibrar los extremos y cultivar hábitos que conduzcan al bienestar.
En su obra Ética a Nicómaco, Aristóteles desarrolla la idea de que la virtud es un hábito y que, a través de la repetición y la práctica constante de actos virtuosos, uno puede alcanzar una vida buena, es decir, una vida que esté alineada con la razón y el propósito natural del ser humano. La moralidad, para Aristóteles, no se basa en un código rígido de reglas, sino en el cultivo de disposiciones adecuadas que permitan al individuo vivir de manera racional y equilibrada.
"Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto, sino un hábito."
Esta frase refleja una de las ideas clave de la ética aristotélica: la virtud se convierte en un hábito. Aristóteles no veía la moralidad como algo que se decide en un único acto, sino como algo que se forma con la repetición constante de actos virtuosos. La excelencia no es algo innato o un resultado momentáneo, sino algo que se construye con el tiempo mediante la repetición de buenos actos, que, al final, forman el carácter del individuo.
Aristóteles también consideraba que la excelencia moral es el resultado de un proceso constante, no algo que se alcanza de forma abrupta o por mera casualidad. Este punto es clave en su pensamiento ético: no basta con tener un buen acto aislado, sino que hay que cultivar la virtud a lo largo del tiempo, mediante la repetición consciente de las acciones que estén alineadas con la razón y el bien común.
En la frase, Aristóteles está argumentando que la excelencia (en cualquier campo, ya sea moral, intelectual o físico) no es algo que se alcanza de manera esporádica o mediante un esfuerzo aislado. La excelencia se forja con la repetición constante de las acciones correctas, de las decisiones que nos alinean con nuestra mejor versión. Aristóteles sugiere que la virtud (el comportamiento moralmente correcto) no es un evento aislado, sino una serie de actos que, repetidos, modelan nuestro carácter y nos convierten en lo que somos.
Además, la frase resalta un aspecto clave de la ética aristotélica: la importancia de la disciplina personal y la autocrítica para mejorar. Aristóteles subraya que, para ser verdaderamente virtuoso, uno debe ser constante en su esfuerzo, comprender que la perfección no llega de un solo acto, sino de una vida dedicada al constante trabajo y reflexión.
El hábito mencionado aquí tiene un valor esencial: es la repetición consciente de conductas que nos permiten convertirnos en individuos más sabios, mejores, y más capaces de vivir de acuerdo con lo que es justo. Este enfoque de la ética como hábito también resalta la necesidad de entrenar la mente y cuerpo en la búsqueda de la virtud, en lugar de confiar en que el buen comportamiento es algo que aparece sin esfuerzo.
Esta frase sigue siendo relevante hoy en día, especialmente en la psicología moderna y en los enfoques sobre el desarrollo personal. El concepto de que los hábitos formulan nuestro carácter y nos permiten alcanzar la excelencia sigue presente en teorías contemporáneas sobre el comportamiento, como el enfoque de la mentalidad de crecimiento (growth mindset) de Carol Dweck o las enseñanzas sobre la persistencia y la superación personal.
La idea de que no somos definidos por un solo acto, sino por la acumulación de acciones repetidas, resuena fuertemente en el mundo actual, donde la disciplina, el esfuerzo constante y la mejora continua son principios que guían tanto la vida profesional como la personal. En una era donde las soluciones rápidas y los logros inmediatos parecen ser la norma, el enfoque aristotélico de que el verdadero éxito llega con la práctica constante y la paciencia sigue siendo una lección invaluable para el desarrollo humano.
Aristóteles, al decir "La excelencia no es un acto, sino un hábito", nos invita a reflexionar sobre cómo nuestras decisiones diarias moldean quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos. Nos enseña que la verdadera excelencia no es un momento glorioso, sino una acumulación de esfuerzos sostenidos que nos definen y nos transforman. Este principio es clave no solo en la ética, sino en la vida cotidiana: nos recuerda que lo que repetimos, día tras día, es lo que termina por definirnos como individuos.
Esta frase de Aristóteles me cala profundamente, porque en muchos aspectos de mi vida he llegado a darme cuenta de que no son los grandes momentos aislados los que definen quién soy, sino los pequeños actos repetidos día tras día. La excelencia, como dice Aristóteles, no es algo que se logra con un solo acto espectacular, sino algo que se construye a través de hábitos continuos. Esta idea es poderosa, porque refleja la verdad de que no se trata de tener una gran revelación o un único gran esfuerzo, sino de la constancia, la disciplina y la dedicación.
En el día a día, es fácil olvidarlo. Vivimos en una época que premia lo inmediato, lo rápido, lo espectacular. Las redes sociales, los medios de comunicación, nos bombardean con ejemplos de éxito instantáneo y logros relámpago. Pero, si miro atrás y reflexiono sobre los momentos en los que realmente crecí, ya sea en lo personal o profesional, me doy cuenta de que esos momentos llegaron no por un solo acto grandioso, sino por la acumulación de pequeños esfuerzos: las veces que me levanté cuando estaba cansado, las veces que insistí en aprender algo nuevo cuando parecía más fácil rendirse, las veces que elegí ser disciplinado en lugar de tomar el camino fácil. Son estos hábitos los que, sin darnos cuenta, nos van transformando.
Comprobar que esta frase es cierta se vuelve claro cuando se observa el impacto de nuestras acciones cotidianas. El cuerpo se fortalece con los entrenamientos diarios, la mente se expande con la lectura y la reflexión continua, y las relaciones se nutren con la atención diaria y la empatía constante. La excelencia no es algo que podamos alcanzar de un día para otro, pero sí podemos ver sus frutos al observar cómo las pequeñas decisiones diarias se van acumulando y transformando nuestras vidas, poco a poco.
Cada uno de nosotros tiene un potencial increíble, pero ese potencial no se alcanza con un gran esfuerzo ocasional, sino con la disciplina diaria, con la repetición constante de lo que sabemos que es bueno para nosotros. Esta es la clave del crecimiento. Vivir la excelencia no es esperar un gran momento de revelación, sino simplemente decidir día a día actuar de acuerdo con lo que queremos ser, con las metas que nos proponemos y con los valores que deseamos integrar en nuestra vida.
Lo maravilloso de esta frase es que no es algo abstracto, sino que se manifiesta en lo cotidiano. Si realmente creemos en ella, podemos verlo reflejado en nuestros hábitos, en la forma en que nos enfrentamos a los desafíos diarios, y en la forma en que elegimos hacer las cosas, incluso cuando nadie nos está mirando. Así, la excelencia no es algo lejano o reservado para unos pocos, sino una práctica diaria que cada uno de nosotros puede vivir y desarrollar.
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